E inesperadamente salió el sol, salió porque todo el mundo le esperaba, salió porque no le quedaba otro remedio, o eso o dejar que la tierra se encharcara hasta que todo pareciera el diluvio universal, ese del que hablan tantos libros sagrados y que inevitablemente debió de haber sucedido. Últimamente el sol se había vuelto tímido y solo se dejaba ver entre las nubes de forma que eran ellas las que dominaban el mundo, gris, húmedo y desordenado, muy resbaladizo. Los poetas murieron de tristeza y los pintores ya no podían dibujar rayos de luz en sus tenebrosas pinceladas. Las cigüeñas tenían las plumas empapadas y los ojos llorosos, ningún animal por valiente que fuera salía de su escondrijo, las cosas se volvieron perezosas, toscas a fuerza de oxidarse los huesos. Pero al final salió y decidió fundir sonoramente esas penas para volver a nacer en cada unas de estas letras y volver a llenar el aire de pinceladas de oxígeno que anunciaban ese calor del verano, esa luz de primavera que se dejaba acariciar, fundiendo la cera, lavando el verdín de los troncos, invitando a todos los animales a una fiesta interminable, a un continuo gritar y bramar. El repiqueteo de las campanas anunciaban que ese mundo resbaladizo había concluído y que ahora danzarían sin fin en una gala de colores puros, sin aglutinantes, exóticos y fuertes como el sol a medio día y suaves como el crepúsculo del atardecer. Riéron, bailaron, se emborracharon y comieron, hicieron el amor y de repente se sintieron vivos porque se dieron cuenta de que todo ese tiempo habían estado muertos.
CSB.